En el año 2013, apenas meses después de que Jorge Bergoglio se convirtiera en el Papa Francisco, un grupo de jóvenes futbolistas argentinos protagonizó un hecho tan simbólico como conmovedor. Se trataba de las categorías 96 y 97 del equipo de fútbol del Sindicato de Camioneros, que emprendieron un viaje soñado rumbo al Vaticano, acompañados nada menos que por Pablo Moyano. En medio de la emoción y el nerviosismo, esos chicos, de entre 15 y 17 años, no solo representaban a su club, sino también a sus barrios, a sus familias y a una Argentina que vibraba con orgullo por tener un Papa rioplatense.
El momento cúlmine del viaje fue el encuentro con Francisco. Los jóvenes, vestidos con los colores verdes característicos del club, estrecharon la mano del Sumo Pontífice y recibieron su bendición. Algunos no pudieron contener las lágrimas. Fue un instante cargado de simbolismo: el hijo del trabajador encontrándose con el Papa del pueblo. Francisco, con esa calidez tan suya, les habló de la importancia del deporte, de la humildad y de la solidaridad. Les pidió que nunca pierdan la alegría, ni la esperanza, ni el sentido de compañerismo. Palabras simples, pero que calaron profundo.

Pablo Moyano, visiblemente emocionado, expresó que se trataba de uno de los momentos más significativos de su vida. “Ver a nuestros pibes acá, frente al Papa, es algo que no me voy a olvidar jamás”, dijo entre abrazos y fotos que rápidamente circularon por los medios. Para él, como dirigente y como hijo de un histórico referente gremial, la visita también fue una forma de reafirmar los lazos entre el trabajo, la fe y la juventud. Una especie de mensaje silencioso pero potente: que los sueños se pueden cumplir, incluso para los que vienen de abajo.
Para muchos de esos chicos, era la primera vez que salían del país, que viajaban en avión, que veían de cerca monumentos históricos y caminaban por las calles empedradas de Roma. La experiencia fue tan formativa como espiritual. Entre risas, asombro y alguna que otra lágrima, se forjaron amistades y recuerdos que hoy, más de una década después, siguen latiendo en sus corazones.
El regreso fue triunfal. No porque hayan ganado un trofeo, sino porque volvieron transformados. Volvieron con la fe renovada, con historias que contar y con una experiencia que los marcó para siempre. Muchos de ellos siguieron ligados al deporte, otros tomaron distintos caminos, pero todos coinciden en algo: ese día frente al Papa no fue solo una postal. Fue un abrazo entre el barrio y el mundo, entre el esfuerzo y la esperanza.